Decimotercer Domingo después de Pentecostés - La curación que en los diez leprosos

La curación que en los diez leprosos
Levántate, vete: que tu fe te ha salvado.

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Reflexión sobre la liturgia del día

La Iglesia sigue leyendo los libros Sapienciales, entre ellos el libro del Eclesiastés, el cual se abre con esta gran sentencia : « Vanidad de vanidades, y todo es vanidad... he visto todas las cosas que se hacen bajo el sol, y todas ellas son vanidad y aflicción de espíritu; los perversos difícilmente se enmiendan, y es infinito el número de necios » (1er Noct.).

Pues si esto lo dijo Salomón antes de la ley de gracia y de las luces sobrenaturales tan claras traídas de lo alto por Jesucristo, ¿qué no debiéramos pensar los cristianos de la vacuidad de los goces, de las riquezas y dignidades de este mísero mundo, por que los hombres tanto se perecen? Nosotros, los cristianos, debemos escalar cimas aún más elevadas que el mismo rey Salomón, nos dice S. Juan Crisóstomo (2° Noct.) ; « nuestra vida debe andar regulada por esas virtudes celestiales que nada tienen de corpóreo, y que son todo inteligencia, o sea, por las virtudes teologales de fe, esperanza y caridad, virtudes que pedimos en la colecta, para que mediante ellas, « no amemos sino aquello que Dios nos manda amar » (Or.).

Hoy se lee la Epístola de S. Pablo a los Corintios, que tiene por argumento la fe en Jesucristo, fe que obra a impulsos de la caridad, y que hace cifremos nuestra esperanza en el Salvador, como lo hizo el mismo Abrahán y todos los Patriarcas del Antiguo Testamento. Esa fe activa y confiada hace que las almas cubiertas por la lepra del pecado queden de ella limpias, como lo quedaron los diez leprosos de que el Evangelio nos habla, y sobre todo de aquel samaritano que volvió a dar gracias a Jesús por su curación.

La fe salva también las almas. Ella es « el principio y raíz de nuestra justificación », enseña el Santo Concilio Tridentino.

También nos enseña esta página evangélica cómo, si bien es cierto que no tenemos más que un Maestro, y éste es Cristo, con todo eso, hemos de someternos a las enseñanzas y a las leyes de los substitutos que Él ha puesto en la tierra, o sea, a la Iglesia, que es la encargada de curar y de distinguir lepra de lepra en el sacramento admirable de la Penitencia.

Lo que ella perdona, perdonado queda, lo que ella manda, refrendado va por el mismo Dios; el que a ella escucha, a Dios escucha, y el que la desprecia, a Dios mismo desprecia. Tal es la suave y natural economía, tan sabia como humana, que Dios ha tenido a bien establecer. Quiso gobernar a los hombres por medio de hombres.

También pondera S. Agustín (Mait.) el desagradecimiento de los leprosos curados, pues que tan sólo uno de ellos fué para volver y dar gracias a su insigne médico, y éste nota el Evangelio que era Samaritano, o sea, de una raza inferior a la judía, descendiente de Abrahán y heredera de sus promesas. Por donde se ve que los verdaderos hijos de Abrahán no son aquéllos que vienen de él por descendencia carnal, sino aquéllos que participan de la fe viva del Padre de los Creyentes. « Los demás, hinchados con el orgullo, creían rebajarse si devolvían gracias a su Bienhechor (Ib.)

Con todo eso, los judíos volverán algún día al redil, único aprisco de salvación, al « pequeño rebañito » de Jesús, decepcionados por el Antecristo. Su exclusión de la Iglesia no es irrevocable. Pidamos la pronta conversión de ese pobre y maldito pueblo deicida, maldito de Dios y aborrecido de todos los hombres, cantando con el Introito y el Gradual:« Mira, Señor, tu pacto y no abandones hasta el fin las almas de tus pobres...»

En cambio nosotros, hijos de gentiles, decimos a Jesús que en Él ciframos toda nuestra esperanza (Ofert.), porque Él se ha declarado nuestro refugio de generación en generación (Alel.), y porque nos alimenta con un Pan del cielo, harto más regalado que el maná llovido a los hebreos durante 40 años en el desierto (Com.).

(Misal diario y vesperal, por Dom Gaspar Lefebvre, O.S.B. de la Abadía de S. Andrés, Décima Edición)

Liturgia de la Misa

EL RECUERDO DE LOS TIEMPOS PASADOS. — La Iglesia, en posesión de las promesas que el mundo esperó tanto tiempo, gusta mucho de recordar una y otra vez los sentimientos que llenaron el alma de los justos durante los siglos angustiosos en que el género humano vegetaba en las sombras de la muerte. Tiembla a vista del peligro en que sus hijos se encuentran de olvidar en la prosperidad la situación desastrosa que la Sabiduría eterna les ha evitado, llamándolos a vivir en los tiempos que han sucedido al cumplimiento de los misterios de la Redención. De un olvido así tendría que nacer naturalmente la. ingratitud que el Evangelio del día justamente condena. Por eso la Epístola y, antes que ella el Introito, nos transportan al tiempo en que el hombre vivía sólo de esperanza bien que se le hubiese hecho promesa de una alianza sublime. Esta debía consumarse en los siglos posteriores; mas entretanto el hombre en espera de volver a encontrar el amor se hallaba en una gran miseria, a merced de la perfidia de Satanás y expuesto a las represalias de la justicia divina.

INTROITO

Mira a tu alianza, Señor, no desampares por siempre las almas de tus pobres: levántate, Señor, y defiende tu causa y no olvides las voces de los que te buscan. — Salmo: ¿Por qué, oh Dios, nos has rechazado para siempre? ¿Por qué se ha encendido tu furor contra las ovejas de tus pastos? Gloria Patri.

LAS VIRTUDES TEOLOGALES. — Hace ocho días vimos el papel que desempeña la fe y la importancia de la caridad en el cristiano que vive en la ley de la gracia. La esperanza le es necesaria también porque, aunque sustancialmente posea los bienes que le harán feliz por toda la eternidad, la oscuridad de este mundo de destierro se los oculta a la vista; además, la vida presente, como tiempo de prueba en que debe cada uno merecer su corona hace que hasta el final de la misma sientan aun los mejores la incertidumbre y las amarguras de la lucha. Por eso debemos implorar con la Iglesia en la Colecta el aumento en nosotros de las tres virtudes fundamentales de fe, esperanza y cardad; mas, para llegar a gozar en el cielo del pleno cumplimiento de todos los bienes que Dios nos ha prometido, nos es necesaria desde ahora la gracia de amar de todo corazón sus mandamientos, que son el camino que lleva allá y se resumen, según el Evangelio del Domingo pasado, en el amor.

COLECTA

Omnipotente y sempiterno Dios, danos aumento de fe, esperanza y caridad: y, para que merezcamos alcanzar lo que prometes, haznos amar lo que mandas. Por Nuestro Señor Jesucristo...

EPISTOLA

Lección de la Epístola del Apóstol San Pablo a los Gálatas (3, 16-22).
Hermanos: Las promesas fueron hechas a Abraham y a su descendiente. No dice: Y a sus descendientes, como si fuesen muchos; sino, como si fuese uno sólo: Y a tu descendiente, que es Cristo. Y yo digo esto: Que el pacto confirmado por Dios no fué abrogado por la Ley, publicada cuatrocientos treinta años después, ni la promesa fué anulada. Porqué, si la herencia viniese por la Ley, ya no vendría por la promesa. Pero Dios hizo la donación a Abraham por promesa. ¿Para qué sirve, pues, la Ley? Fué puesta por causa de las transgresiones, hasta que viniese el descendiente a quien había sido hecha la promesa, y fué promulgada por ángeles y por mano de un mediador. Pero el mediador no es de uno solo; Dios, en cambio, es Uno solo. ¿Luego la Ley va contra las promesas de Dios? De ningún modo. Porque, si se hubiese dado una ley que pudiese vivificar, entonces la justicia vendría verdaderamente de la Ley. Pero la Escritura lo encerró todo bajo del pecado, para que la promesa fuese dada a los creyentes por la fe en Jesucristo.

Reflexión sobre la Epístola

LA LIBERTAD DEL CRISTIANO. — A lo largo de este dilatado período del Tiempo que sigue a Pentecostés, dedicado a gloriñcar la acción del Espíritu Santo como santificador del mundo, la Iglesia se complace en recordar con frecuencia en la Liturgia los acontecimientos memorables que libertaron al hombre del yugo de la ley del temor para someterle al suave y ligero de la ley del amor. La Epístola de este Domingo décimo – tercero nos recuerda que la obra divina de nuestra liberación se fué preparando muy lentamente. Como los judíos continuaban teniéndose por un pueblo privilegiado y sostenían por eso que la salvación sólo se podía conseguir por la observancia de la Ley mosaica, ley de esclavitud, San Pablo les recuerda al instante que la salvación se prometió mucho antes de Moisés y que la promesa va vinculada no a la Ley mosaica, sino a la fe en el que algún día había de venir al mundo para redimir a los hombres. Al cumplirse esta promesa, la Ley antigua quedó para siempre anulada.

LA PROMESA MESIÁNICA. — Ahora bien, los judíos conocen mejor que nadie esta promesa y sus particulares condiciones. La hizo Dios en la antigüedad a Abraham, la renovó a los Patriarcas y la confirmó con juramento. Esa promesa, en la posteridad de Abraham, siempre tiene en vista al que es la fuente y origen de la bendición. Por eso no dice el texto sagrado que las promesas vayan dirigidas a Abraham y a sus hijos, sino a su hijo, a su vástago, al único de quien históricamente se puede afirmar que es la bendición del mundo. Cuando un hombre promete, su promesa puede cambiar, y sólo es definitiva después de su muerte; pero, como Dios no puede morir, la firmeza de la promesa divina queda asegurada de otra manera: por su solemnidad, por su reiteración, con un juramento. Siendo así de firmes los designios de Dios, no se puede admitir que la Ley mosaica, que llegó cuatrocientos treinta años más tarde que la promesa, la pudiese anular, como no pudo tampoco romper el pacto hecho por Dios. Por tanto, una de dos: la justificación, filiación divina, herencia del cielo y todo cuanto nos une con el orden sobrenatural, o lo debemos a la ley dada a Moisés o a la promesa que hizo el Señor a Abraham. Mas no cabe duda: todo ha venido a nosotros en atención a la promesa hecha a Abraham y no en atención a la ley que dió Dios a Moisés.

LA LEY Y LA PROMESA. — Pero entonces, ¿cuál fué el objeto, la función de la Ley? ¿Es una institución divina sin por qué? De ninguna manera, pero la distancia entre la promesa y la Ley es inmensa. Así como la promesa proviene de la bondad de Dios, la Ley fué ocasionada por el pecado: es una medida higiénica y provisional. El mundo, cada vez más depravado, olvidaba los preceptos de la ley natural. Dios los promulgó nuevamente y, queriendo venir al mundo, se escogió un pueblo que separó de los otros pueblos y constituyó guardián de la promesa hasta el día en que se cumpliese, es decir, hasta que viniese el retoño en quien debían ser bendecidas todas las naciones.

Y este carácter de la ley, en cuanto es distinta de la promesa, se echa de ver hasta en el modo de su promulgación. La Ley es una institución motivada por las circunstancias, en vez de ser, como la promesa, una disposición espontánea y derivada totalmente del Corazón de Dios. Además se sirvió de los ángeles como intermediarios para instituirla, porque Dios reservaba para sí una intervención personal para más tarde. Finalmente, dicha ley se confió a manos de un mediador, Moisés. Al nacer la Ley, hay un mediador porque hay dualidad, porque hay dos partes qué contratan, pues se trata, dé un pacto entre Dios y su pueblo. Por esto, precisamente la Ley es caduca: por ser un pacto, la Ley está subordinada a la fidelidad de las partes. Si la una se retira, la otra queda libre. Al contrario, en el día de la promesa, frente a Abraham sólo vemos a Dios; de parte de Dios es un compromiso totalmente gracioso; no ha habido intermediario ni condición; la promesa es absoluta y eterna.

LA LEY Y LA FE. — ¿Hay aquí por ventura antagonismo entre la Ley y la promesa, y acaso la Ley, después de muchos siglos, pudo desmentir y anular las promesas de Dios? Nunca jamás. Ciertamente, el Señor es Soberano: podría haber dado a la Ley el poder de conferir la gracia y la justicia. Pero, mientras la Ley sea exterior a nosotros, es impotente y sólo descubre el pecado que nos prohibe. Para ser eficaz y justificante, se precisaría meterla en nuestra vida y grabarla en nuestro corazón, y no cabe duda que Dios podría haber otorgado a la Ley este privilegio de justificar. Pero la Escritura, que nos revela el pensamiento de Dios, nos enseña que hubo una promesa y que, hasta el día de su cumplimiento, Dios quiso que toda la humanidad permaneciese cautiva bajo el yugo del pecado, para que tuviese ocasión y tiempo de reconocer, en medio de su impotencia, que la justicia es manifiestamente el fruto de la promesa y no de la Ley, fruto obtenido por la fe en Jesucristo.

GRADUAL

Mira a tu alianza, Señor, y no olvides para siempre las almas de tus pobres. ℣. Levántate, Señor, y defiende tu causa: acuérdate del oprobio de tus siervos.

Aleluya, aleluya. ℣. Señor, tú has sido nuestro refugio de generación en generación. Aleluya.

La curación que en los diez leprosos

EVANGELIO

Continuación del Santo Evangelio según San Lucas. (17, 11-19).
En aquel tiempo, yendo Jesús a Jerusalén, pasaba por medio de Samaría y de Galilea. Y, al entrar en cierta aldea, le salieron al encuentro diez leprosos, los cuales se pararon de lejos; y alzaron la voz, diciendo: Jesús, Maestro, ten piedad de nosotros. Cuando los vió, dijo: Id, mostraos a los sacerdotes. Y ¡sucedió que, mientras iban, quedaron limpios. Y uno de ellos, cuando se vió limpio, se volvió, glorificando a Dios a grandes voces, y se prosternó ante su pies, dando gracias: y éste era un samaritano. Y, respondiendo Jesús, dijo: ¿No.han sido diez los curados? Y los nueve, ¿dónde están? ¿No ha habido quién volviese y diese gloria a Dios sino este extranjero? Y le dijo: Levántate, vete: que tu fe te ha salvado.

Reflexión sobre el Evangelio

LOS DOS PUEBLOS. — El leproso samaritano, curado de su horrible enfermedad, figura del pecado, representa, en compañía de nueve leprosos de nacionalidad judía, la raza desacreditada de los gentiles, admitida al principio por misericordia a participar de las gracias destinadas a las ovejas perdidas de la casa de Israel. La diferente conducta de estos diez hombres con ocasión del milagro obrado en ellos, corresponde a la actitud de los dos pueblos de que son figura, ante la salvación que el Hijo de Dios trajo al mundo. Esa conducta demuestra una vez más el principio establecido por el Apóstol: “No todos los que han nacido en Israel son israelitas, ni todos los descendientes de Abraham son hijos suyos; sino que por Isaac, dijo Dios a Abraham se contará tu descendencia. Esto es, no los hijos de la carne son hijos de Dios, sino los hijos de la promesa son tenidos por descendencia”.

La Santa Iglesia no se cansa de recordar una y muchas veces esta comparación de los dos Testamentos y el contraste que los dos pueblos ofrecen. Por tanto, antes de continuar, debemos responder a la extrañeza que tal insistencia tiene que despertar en ciertas almas no habituadas a la sagrada Liturgia. La clase de espiritualidad que hoy reemplaza en muchos a la antigua vida litúrgica de nuestros padres, no los dispone más que a medias para entrar en este orden de ideas. Están únicamente acostumbrados a vivir frente a sí mismos, y frente a la verdad tal como ellos se la imaginan, ponen la perfección en el olvido de todo lo demás; y de esta manera no es de admirar que a tales cristianos les resulte totalmente incomprensible el continuo recordar un pasado que, según ellos, terminó hace ya siglos. Pero la vida interior verdaderamente digna de este nombre no es lo que esos cristianos se imaginan; nunca hubo escuela de espiritualidad, ni ahora ni antes, que colocase el ideal de la virtud en el olvido de los grandes hechos de la historia, de tanto interés para Ja Iglesia y para Dios mismo. Además, ¿qué es lo que sucede con demasiada frecuencia a los hijos que en esto se apartan de la Madre común? Sencillamente, que en el aislamiento voluntario de sus oraciones privadas, pierden de vista, por justo castigo de Dios, el fin supremo de la oración, que es la unión y el amor.

A la meditación la despojan del carácter de conversación íntima con Dios que la reconocen todos los maestros de la vida espiritual; por lo que pronto no será más que un ejercicio estéril de análisis y razonamientos en que predomine la abstracción. Después de la gran obra de la Encarnación del Verbo, que vino a la tierra para manifestar a través de los siglos en Cristo y sus miembros a Dios, no hay hecho más importante ni en el que Dios haya mostrado ni muestre tanto interés como el de la elección de los dos pueblos llamados por El sucesivamente al beneficio de su alianza. “Son sin arrepentimiento los dones y la vocación de Dios”, nos dice el Apóstol; los judíos, enemigos hoy porque rechazan el Evangelio, no dejan de ser amados y-aun muy amados, carissimi, en atención a sus padres. Por eso, llegará un tiempo, esperado por el mundo, en que la negación de Judá se retractará, sus iniquidades se borrarán, y las promesas hechas a Abraham, Isaac y Jacob tendrán cumplimiento literal. Entonces se verá la divina unidad de ambos Testamentos; los dos pueblos sólo harán uno con Cristo su Cabeza. Entonces, plenamente consumada la alianza de Dios con el hombre, tal como Dios mismo la quiso en sus designios eternos, una vez que la tierra habrá dado su fruto y el mundo cumplido su fin, las tumbas devolverán a sus muertos y la historia terminará en la tierra para dejar a la humanidad glorificada explayarse en la plenitud de la vida a los ojos de Dios.

LECCIÓN DEL MILAGRO. — Volvamos brevemente a la explicación literal del Evangelio. El Señor, más bien que mostrarnos su poder, lo que pretende es instruirnos simbólicamente. Por eso no les otorga a los enfermos la salud con una sola palabra como lo hizo en otro caso parecido: “Lo quiero, queda curado”, había dicho un día a un pobrecito leproso que imploraba su socorro en los comienzos de su vida pública, y la lepra desapareció al instante. Los leprosos del Evangelio de hoy quedan sanos tan sólo al ir a presentarse a los sacerdotes. Jesús los envía a ellos, como lo hizo con el primero, dando de ese modo ejemplo a todos, desde el principio hasta el último día de su vida mortal, del respeto que se debe a la antigua ley mientras no sea abrogada; en efecto, esta ley concedía a los hijos de Aarón el poder, no de curar la lepra, sino de distinguirla y fallar sobre su curación. Pero ha llegado el tiempo de una ley más augusta que la del Sinaí, de un sacerdocio cuyos juicios no tendrán ya por objeto el averiguar el estado del cuerpo, sino el raer eficazmente, mediante la pronunciación de su sentencia de absolución, la lepra de las almas. La curación que en los diez leprosos se obró antes de llegar a presentarse a los sacerdotes que buscaban, debería bastar para hacerlos ver en el Hombre-Dios el poder del nuevo sacerdocio anunciado por los profetas.

(Año Litúrgico – Dom Prospero Gueranger)